Siempre he pensado – y dudo que cambie mi opinión al respecto – que conducir un coche automático es de maricones. Nótese que he dicho “maricones” y no “Maricones”, ya que en esto nada tiene que ver la orientación sexual de cada uno. Es todo cosa de los huevos que le eches al asunto, y no influye para nada en este particular el echo de que te guste más la carne que el pescado.
Conducir en manual es lograr lo que los británicos llaman fine-grained control. Sientes cómo se comporta el medio según el entorno, y actúas en consecuencia. Bajas marchas si la pendiente se pone dura y hay que afianzar la tracción de los neumáticos o asegurar el buen funcionamiento del motor. Metes marchas cada vez más largas si el firme es llano y rectilíneo, y tienes espacio de sobra a ambos lados de la calzada.
Lo mismo pasa con la vida. Vamos en manual, unos cuantos. Ir cambiando marchas en tu día a día es jodido porque te enteras exactamente de cualquier mínima variación del desarrollo que se entiende como “normal”. Y aunque llevas a tus espaldas miles de horas de vuelo, sigues gripando motores, sigues picando rueda en algunas curvas y más de una vez, se te ha calado en un semáforo y no ha habido manera de volver a ponerlo en marcha.
Pese a todo, ir en automático es de maricones. Elegimos hace ya tiempo el control total sobre nuestra miseria o nuestra alegría, avocándonos muchas veces a la perpetuación de la primera y a la destrucción de la segunda, sin remedio, pero no cambiaríamos esto por nada del mundo. Por mucho que a veces bebamos mientras conducimos, o hablemos por el móvil, ajenos al tráfico, o simplemente vayamos a demasiada velocidad. Son todo pataletas de nuestro delicioso dolor privado: no nos las creemos ni nosotros mismos.
Y cualquiera que diga lo contrario, amigos míos, es que va en automático.
Manual, por supuesto.
Yo no tengo carné de conducir. Ni del coche, ni de la vida.
el “echo” que hay en el último párrafo va con H.
No pienso corregir nada de lo que ya he escrito.