_Recodos

Las extrañas desapariciones se sucedían cada noche. En el preciso instante en el que sus ojos se volvían incapaces de centrarse en la lectura y su cerebro se evadía de todo estímulo perdiéndose en ensoñaciones adolescentes, algo estaba destinado ya a desaparecer. Bastaba con levantar la vista para confirmarlo.

Otro hueco más que rellenar con mucho aire y recuerdos inventados.

Y vuelta a la lectura.

Pese a saber lo que ocurriría, no podía dejar de leer. Las líneas eran cómplices de su secreto, del tormento que recaía sobre su persona, ya embebida por completo en el crepúsculo de la asquerosa ciudad. Aún así no podía estar pendiente de la volatilidad de los muebles, al menos no cuando esa pesadez de ideas y reminiscencias vagamente evocadas reinaba en su cabeza.

Aquello pasaba, y ya está. Como los días. Que también pasaban, a veces lentos, a veces extraños. El silencio era el director de aquella orquestada rutina monstruosa e imparable, mientras que el público no dejaba de aplaudir. ¡Bravo!

Con tanta luz, durante las horas diurnas, medios y fines eran una amalgama de propósitos que servían a otros propósitos, e intenciones derivadas de ellos que no servían para nada. Había que hacer las cosas, como hay que cerrar los ojos al estornudar. Así que las cosas se hacían. Y podría mencionar su anhelada espera a la puesta de sol que indicaba el comienzo de la noche. Pero no lo haré, porque no había tal. La noche le sorprendía a diario, oculta siempre por la apatía hasta que la mentira de un día demasiado largo no podía   sostenerse más.

Y vuelta a la lectura.

La rutina puede acabar por extenderse como un cáncer incurable que estrangula los alicientes de lo esporádico hasta incorporarlo a esa misma rutina. Y entonces, poco le queda a uno. Pero no era este su caso. En los libros encontraba las piezas perdidas de una vida tullida por el desencanto, y además recargaban sus ganas de seguir con la broma un día más. Sensación refrescante, por decirlo de alguna forma, que sólo se veía empequeñecida por la desnudez creciente de las paredes del cuarto.

Cuando ya sólo quedaba la cama en la que noche tras noche desataba su avidez imaginativa, por una vez no fue capaz de percibir ese movimiento fugaz aleteando encima de las hojas que indicaba que algo más se había ido para siempre. En ese momento, no se percató, pero mientras intentaba conciliar el sueño, se sobresaltó ante el descubrimiento y encendió la luz apresuradamente para comprobar los hechos.

Y así era. Todo permanecía igual de vacío, sin variaciones. Finalmente se dio por vencido y acabó por dormirse, aunque el descanso no fuera particularmente reparador.

Y así transcurrieron los ciclos de existencia del joven, que bombeaba aire y sangre y otras sustancias por los conductos de su cuerpo sin demasiado entusiasmo durante el día, y durante la noche, viajaba a otros lugares en los que tenía asuntos más importantes que atender. Se había acostumbrado a necesitar tan sólo una cama húmeda y fría para existir dignamente – o al menos en algún hipotético grado de dignidad – por lo que dentro de su vacío emocional, se puede decir que existía un equilibrio forzado que le aseguraba la cordura suficiente como para no morir de hambre o de frío.

Y vuelta a la lectura.

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