El mejor bar de sushi de Tokyo es un tenderete en un callejón oscuro, junto a un pequeño parque. En el parque hay un templo pequeñito, con un gran cascabel colgando de la tejabana frente a la puerta principal. También tiene una fuente ritual.
Apenas se puede diferenciar qué es el bar y qué es la calle. Una cortinilla que reza algo en kanjis que no puedo entender (como si pudiera entender alguno), es lo único que te sitúa en posición de pedir comida. Te he preguntado hace ni cinco minutos lo que significaba el letrero ondeante, pero me perdí en tus ojos otra vez y no recuerdo con claridad lo que dijiste.
Estamos aturdidos por el sake, y empezamos a contarnos historias de cuando estuvimos a punto de morir siendo unos críos. Después yo te digo que el café japonés es una vergüenza, que lo suyo es el té. Esto te lo digo mientras intento parecer sobrio entre todos esos trabajadores impasibles, borrachos como cubas, inmóviles, en silencio. Sin éxito. Pero tú hace un rato que estás cantando canciones de tu infancia, y entonces tu genialidad me vuelve a atrapar y te miro fijamente mientras haces tu actuación estelar.
El cocinero te mira y asiente con admiración. Los japoneses del bar, miran de reojo. Piensan que quizá me ofenda si les pillo mirándote con descaro. Pero es que yo mismo estoy demasiado ocupado siendo un descarado que te mira.
Al de un rato noto como te alejas un poco, y no lo entiendo. Pero en seguida estamos en mi coche, sobrios de tanto besarnos, sudando de tanto querernos, y te veo cerca, te noto cerca, y te quiero aquí mismo. Y en ese momento, sé que todo va a ir bien en los bares de Tokyo. Y me acuerdo de Estocolmo, y también de Manila, aunque esto último es raro, porque no recuerdo haber estado.
Donde sí recuerdo haber estado es en tu casa, así que te acerco, y te despides sonriendo, y cuando tú sonríes, yo hay veces que pienso que la sonrisas que me provocas me van a desgarrar las mejillas. Pero nunca, nunca tengo suficiente.
Y ya después, en mi casa, aparco y un repartidor a punto está de embestir mi coche, pero me esquiva, y le pito y me pita. Jodido cabrón, cómo tienes tantos huevos. Luego me calmo enseguida porque me imagino que me tocas el hombro y me haces “shu, shu”, y sale el sol a las 23:34.
Y pese a los repartidores, me siento muy seguro, porque en Japón parecen haber ajusticiado a todos los católicos, por mentirosos, y cuesta ver una cara larga, o al menos preocupada.
Y una cruz, ni te digo.