Trucu trucu trucu trucu trucu trucu trucu…
FLOAAAAAASSHHHHHhh…
El ruido del tren al pasar junto a un muro que crece de forma repentina y absurda junto a la vía, me desvela. Mh, creo que el sueño era bonito, o algo. No ha llegado a caérseme de la mano el vaso de papel. Lo agito un poco, junto al oído. Queda un poco. Doy un sorbo. Repulsivo. El truco está en que no se te enfríe, supongo. O que no se deshagan los hielos. No recuerdo exactamente lo que pedí.
Miro alrededor, en el azulado vagón. Caras largas, filas de asientos largos, pintadas largas y retorcidas en los extremos como un rizo, egoístas. Recogiendo trozos de ventana y de plástico, sólo para ellos. Ahí fuera amanece, o anochece. Supongo que anochece, por el olor a alcohol del ejecutivo de mi derecha.
Miro alrededor de nuevo.
Dos monjas sentadas justo delante. Una de ellas es joven. Comienzo a mirarle lo poco que se le ve de pierna. Tiene uno de sus calcetines grises de novicia un poco bajo, y el hueso del tobillo asoma, profanando las creencias de alguien, supongo. Y también poniéndome cachondo. Tremendamente cachondo.
Paso a la otra monja. Vieja, decrépita. Sostiene una Bíblia entre las manos. Lo único que veo en esta es una mujer fracasada.
Me sonríen.
Me entran ganas de levantarme y darles puñetazos en la cara, hasta que caigan inconscientes. Tengo la sensación de que no arrojarían ni un sólo grito si lo hiciera. Pon la otra mejilla, puta. ¡He dicho que la pongas!
Pero ni siquiera me muevo. Para qué.
Doy otro sorbo a mi café. Madre del Amor Hermoso y del Amparo Bendito. Esta mierda va a hacer que me cague encima antes de llegar a casa. Me pregunto porqué café y no cualquier otra cosa que no desestabilice tu sistema digestivo de forma tan agresiva. Algo tendría que hacer hoy por la noche, supongo, pero la modorra no me deja recordar con claridad.
Mientras recapitulo, me imagino que soy una persona buena, pero en seguida me doy cuenta que de eso nada. Para empezar, me han dado ganas de apalear a dos inocentes monjas. “Inocentes” es una forma de hablar.
Nada.
Que no me viene a la cabeza con claridad.
Bajo la mirada y veo un crucifijo colgando sobre mi pecho, y entonces recuerdo que soy cura. Vaya. Cura.
Cierro los ojos, haciéndome invisible, y gracias a mi experiencia consigo apretarme el cilicio sin mover el pantalón. Noto el perdón del Señor recorrerme el muslo, hasta la rodilla, congelándola en el acto. Suspiro. Recuerdo de nuevo mi misión, entre vibraciones de sienes y movimientos mandibulares involuntarios.
Las dos monjas han bajado la mirada más allá del suelo cuando vuelvo a abrir los ojos. El ejecutivo se ha quedado dormido, y nadie más ha visto o entendido esto. Yo tampoco, pero tengo la certeza de que está Bien. Este es el camino.
El tren para entre chirridos, me levanto. Noto hilos de fe bajando por la pantorilla. Gloria. Gloria. Brave is my Jesus.
Los herejes deben morir.