Llueve, lluvía, llueve, y arrastra el dolor, en los patios oscuros de las grandes ciudades. Arranca el pavor de quien teme su sombra. Abraza el símil que nos ofrece el día a día como una metáfora insulsa de la puta realidad.
Llueve, y tiñe de falso negro todo lo que tocas, y limpia algunas cosas, y otras conviértelas en un lodazal apestoso. Irrumpe sin permiso como dando una patada en la puerta de un baño pequeño, sobre decorado y poco iluminado justo antes de ver una sobredosis. Despierta la curiosidad de la gente.
Llueve, maldita sea, y aclara la vista del ciego, del que no le quede más remedio y del que lo sea por voluntad propia, y de su rastro de conformidad obligada. Impregna de gotas frescas de sueño cada flor, cada hilo de mi manta.
Llueve sobre el mar.
Me gusta la lluvía, pero odio mojarme. Es así de simple.
Llueve y mi piel destiñe su recuerdo, se borra su olor de mi cabello. La lluvia fina que empapa el corazón.
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