Supongo que, a resumidas cuentas, soy un tipo de lo más normal.
Me mantiene con vida respirar.
Me mantiene con vida emborracharme en el local de ensayo.
Me mantiene con vida recorrer una burrada de kilómetros las veces que haga falta para estar con quien quiero estar.
Me mantiene con vida escribir locuras en un moleskine, y por extensión en cualquier trozo de papel que tenga a mano.
Me mantiene con vida tener pequeños tesoros.
Me mantiene con vida creer, no en meras cábalas religiosas, si no en que algún día, podré creer en la gente.
Me mantiene con vida saber que hay al menos una persona en la que puedo confiar al 100 x 100.
Me mantiene con vida crear. Componer. Escribir. Leer. Cultivarme, si es que algo de lo que hago en la vida es cultivarme.
Me mantiene con vida todo aquello que no entiendo la primera vez que escucho. Compongo. Escribo. Leo.
No se que más me mantiene con vida.
Si. Miento. Sí se. Mis sueños. Y Babia, ese lugar en el que estoy casi todo el tiempo, imaginando que haría si. Eso me mantiene con vida.
No me mantiene con vida ninguna promesa. Creer en lo que no ves, induce al dolor.
Me mantiene con vida toda promesa que, tras no mantenerme con vida, se cumple, y me hace pensar, y me hace creer que queda algo que merece la pena todavía.
Me mantiene con vida todo aquello que no es “lo que se supone que debería de hacer para ser alguien en la vida”.
Y supongo que otras muchas cosas.
Pero no Dios. Ni la religión. Ni la Iglesia. Ni la idea de Dios. Ni su dinero. Ni su farsa milenaria. Eso no me mantiene más que en mis trece.